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Reflejos del alma


Siempre me gustó el invierno, entendido desde sus inicios. Es decir, desde el final del otoño, cuando el sol produce colores ocres y reflejos amarillos sobre tonalidades de marrones, produciendo una calidez especial a donde miremos.


Lo que más me atre es el colorido y forma de los árboles. Los veo por grandes períodos de tiempo con fascinación, relacionándolos con figuras, y tratando de captar todos sus ángulos. El grosor del tronco, o lo delgado de sus ramas, que se subdividen en otras más pequeñas. Pudiendo descubrir a través de ellos la relación y el gusto que siento por el invierno y por el frío.


En invierno los seres humanos nos cubrimos el cuerpo, en verano, lo hacemos al revés, luchando contra el calor y aligerando la ropa. Para mí las estaciones, como los árboles, reflejan algo más. Cada vez que veo uno en invierno, es como si mirara la fotografía del alma, aquella que nos refleja quienes somos, cómo somos, qué queremos, qué pasiones tenemos.


Así, cuando veo un árbol otoñal, cargando las últimas hojas de una primavera feliz noto que algunos se desprenden de las hojas con gran facilidad, esperando que vuelva la primavera, para volver a comenzar y volver a renacer. Veo también otros que tratan con todas sus fuerzas de conservar las últimas hojas que les quedan para cubrir sus imperfecciones, que a la luz del invierno no podemos engañar. Veo en un tronco grueso desde la tierra surgir hermosos brazos que se elevan al cielo y a su vez otras ramas pequeñas cual manos y ligeros dedos, que sostienen frutos y flores que con delicadeza cargan orgullosos.


En ellos veo el paralelo de los padres, que con manos desprendidas esperan sus mejores frutos para entregar a la primavera y dejarlos partir con esperanza, desnudando su alma para mostrarnos que en la vida lo importante es disfrutar de cada estación, sin importar las circunstancias, que no destruyen nuestra esencia que es fuerte como un tronco.


Al caminar, decía, puedo apreciar las diferentes personalidades de los árboles. Algunos semi-caídos y llorosos, otros orgullosos y muy altos, otros pequeños pero frondosos, tratando de tomar una fotografía imaginaria de las emociones que expresan su reflejo.


Hace unos meses, empecé un curso de fotografía. He aprendido a utilizar mejor los lentes de mi cámara, así como otras opciones para mejorar detalles y dar una mayor calidez a las imágenes. Tenía como tarea salir a la calle a aplicar las nuevas herramientas enseñadas. Sin darme cuenta empecé a caminar, olvidando mi tarea. Me quedé absorta mirando a los árboles, por ratos riendo, por ratos comparándolos con amigos, con conocidos o con la gente que pasaba por las calles.


En una de esas risas solitarias, miro hacia abajo y veo que tenía colgada mi cámara. La tomé entre mis manos y empecé a jugar con la luz, el diafragma, la velocidad y algunos otros trucos aprendidos, para luego sentarme en una banqueta a ver el resultado. Grande fue mi satisfacción y sorpresa, al ver que el lente de mi cámara, cual amigo cómplice, había entendido mis pensamientos. Su retina mecánica había logrado plasmar aquellas fotografías que yacían hasta ese momento en mi imaginación. Aquel encuentro con mi cámara fue casi trascendente, las fotografías que tomé, no sé si en realidad puedan ser consideradas de alta calidad o no, pero se acercan mucho a lo que anteriormente soñé. Había logrado recrear a mis fotografías imaginarias.



Encontrar una pasión, verte correspondido y hasta derramar lágrimas de emoción ya es bastante, así mis fotos no sean ganadoras de un concurso, es el mejor regalo que pude tener entre mis manos. Sabiendo ahora, que puedo tomar una fotografía del alma y sentirme feliz.


Vivamos una vida feliz en cada estación, para que cuando el invierno caiga sobre nuestros hombros, podamos mostrar orgullosos nuestras raices y ramas, esperando tranquilamente una nueva primavera.


Sigamos conversando, nos tomamos una taza de café?


La Haya, noviembre de 2015


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